En México, la corrupción ha dejado de ser vista como un acto excepcional. Hoy, para muchos, “dar una mordida”, conseguir favores, saltarse la fila, recomendar al amigo, o arreglar un trámite “por fuera” ya no es un delito, sino parte de “cómo funciona todo”. Esa aceptación social —aunque sea resignada— es uno de los factores que más alimenta el problema.
Lo preocupante no es solo que la corrupción exista, sino que se haya convertido en rutina.
Cuando un comportamiento ilegal se vuelve un hábito social, deja de provocarnos indignación. Peor aún: se integra al funcionamiento cotidiano de instituciones, empresas y hasta familias. Ese proceso —explican estudios sobre el fenómeno— ocurre en tres niveles:
- Institucionalización:
La corrupción se vuelve parte de los procedimientos informales:
“Se hace porque siempre se ha hecho así”. - Racionalización:
Las personas comienzan a justificarla:
“De algo tienen que vivir”,
“Si no lo hago, no me toca”,
“No me queda de otra”. - Socialización:
Nuevas generaciones aprenden que así “es como se consiguen las cosas”.
El acto corrupto ya no genera culpa, sino pragmatismo.
- Institucionalización:
Si por años la corrupción se observa como única vía para acceder a servicios o soluciones, termina pareciendo legítima. Así es como la indignación se convierte en indiferencia.
La normalización ocurre cuando dejamos de indignarnos.
La transformación empieza cuando dejamos de justificarla.
¿Cómo se ve en la vida real?
- Trámites que “mágicamente” avanzan cuando uno “coopera”.
- Obras públicas asignadas al compadre del funcionario.
- Empresas que pagan para que no las extorsionen… y sin embargo siguen siendo extorsionadas.
- Ciudadanos que consideran imposible un proceso sin “gestor”.
La corrupción se reproduce porque la gente deja de verla como crimen y empieza a asumirla como mecanismo de supervivencia.
Y mientras más normalizada está, más difícil se vuelve combatirla. Es un círculo vicioso que mina la confianza en las instituciones: a menor confianza, mayor tolerancia a la corrupción; a mayor corrupción, menor confianza.
La corrupción normalizada es como una fuga de gas imperceptible en casa:
nadie la ve, nadie la huele, nadie se alarma…hasta que un día, todo explota.
No te das cuenta del riesgo porque ya te acostumbraste al olor.
Pero el peligro está ahí, expandiéndose en silencio.
Por qué es tan peligrosa
- Distorsiona la competencia.
- Premia al que incumple.
- Castiga al que obra bien.
- Desanima la inversión.
- Profundiza la desigualdad.
- Desalienta la denuncia.
- Debilita el Estado de derecho.
En resumen: corroe la democracia desde adentro.
¿Qué podemos hacer para desmontar la normalización?
- Reconocer el problema —aunque nos incomode
No todo es culpa “de los políticos”.
La corrupción cotidiana también vive en nosotros. - No justificarla
Decir “siempre ha sido así” no es solución, es resignación. - Negarse a participar
Aunque implique tardarse más o incomodarse.
La integridad cuesta, pero la corrupción cuesta más. - Educar en ética
Desde la casa y la escuela.
Los niños y jóvenes aprenden lo que ven, no lo que decimos. - Exigir transparencia real
Procesos claros, denuncias accesibles, instituciones responsables.
- Reconocer el problema —aunque nos incomode
La corrupción no es solo algo que hacen “otros”. Es un fenómeno que se reproduce cuando callamos, cuando participamos o cuando nos rendimos.
Hoy, más que nunca, México necesita ciudadanos que piensen distinto, que actúen distinto, que exijan distinto. Porque si dejamos de aceptar la corrupción en lo pequeño, habremos dado el primer paso para combatirla en lo grande.